No le costó mucho convencer a Ayrton de acompañarlo en su pequeño recorrido por la ciudad. El muchacho no lo pensó dos veces, se puso las zapatillas y, tras unos quince minutos, bajo el intenso sol de la tarde, ya estaban aparcando la moto frente a la Plaza de Armas, bajo la sombra de la Iglesia Matriz. El templo, con sus múltiples torrecillas góticas que apuntaban al cielo, parecía un cohete listo para despegar.

—Nique ta mere! —jadeó Narciso, quitándose el estrambótico casco de motociclista de carreras—. Es como ponerse un horno en la cabeza.

—Ese tipo de casco no se usa mucho aquí —suspiró Ayrton—. Prefieren esos casquitos de soldado —indicó con la mirada a una chica que se quitaba el suyo al estacionar su moto.

—Oh. Entiendo —dijo Narciso, quedándose quieto.

El francés suplicó por una gloriosa sombra. Por suerte, la plaza tenía varios árboles con bancas bajo su resguardo. Señaló uno en especial: un frondoso árbol cuyas flores habían alfombrado el suelo con una infinidad de estambres magentas, creando una escena atípica y casi surrealista, como si el otoño hubiese llegado a ese rincón de la ciudad.

Los muchachos se sentaron, pero Narciso no dejaba de admirar la alfombra rosada bajo sus pies. El color era tan vibrante que parecía devorar su vista​.